Resulta complicado en la historia económica reciente de nuestro país encontrar un conjunto de datos e indicadores tan negativos como los que se han publicado en las últimas semanas. Hemos pasado de una situación hace sólo un par de meses en la que el escenario central era de una desaceleración más o menos intensa -esto es, de moderación de las tasas de crecimiento de los distintos indicadores- a otra en la que los datos ponen de manifiesto sorprendentemente, pero con claridad, una contracción de actividad, lo cual constituye un cambio cualitativo importante.
Este cambio de percepción se inició con la EPA del cuarto trimestre, en la que resaltaba no sólo una intensa desaceleración de la creación de empleo a lo largo del año pasado y un incremento del paro, sino también una destrucción de puestos de trabajo en el último trimestre del ejercicio. Esta impresión negativa del comportamiento del mercado laboral se vio refrendada y agravada por los datos de paro registrado y de afiliaciones de enero.Esta semana hemos visto cómo la industria contraía su producción en diciembre incluso con más intensidad que en el mes anterior, y cómo el sector servicios sufría una caída prácticamente sin precedentes del indicador más representativo de su nivel de actividad en el mes de enero. Por último, los datos de consumo más recientes, como el índice de ventas al por menor o las ventas de automóviles también han sido crecientemente negativos.
A su vez, el retroceso de estos datos se ha visto acompañado por un repunte de la inflación que prácticamente se ha doblado desde inicio de verano, y por un derrumbe de todos los índices de confianza de los consumidores y de los empresarios españoles, que es consecuencia y no causa de la situación. Y ello coincide con unas cifras de crecimiento del PIB del 3,8% para el ejercicio 2007 y del 3,5% en interanual del cuarto trimestre que, aunque siguen siendo formalmente muy positivas, contrastan notablemente con las de empleo de este periodo, especialmente por ser éste un indicador retardado de la actividad. Por otro lado, para completar el panorama, el deterioro en el mercado laboral no sólo se está limitando a la construcción -lo cual sería lógico dado el ajuste de este sector- sino que se ha extendido a todos los sectores de la economía.
¿Cómo es posible que la economía española que crecía hace sólo un año por encima del 4% haya pasado a una situación como la actual, que se podría definir como próxima al «ajuste brusco»? Para intentar dar respuesta a esta pregunta hay que tener en cuenta varios factores. El primero, es que las desaceleraciones, al igual que las recuperaciones de la economía, siempre sorprenden, y los economistas somos muy malos tanto para anticiparlas como, incluso, para darnos cuenta que estamos en medio de una de ellas.La opinión cambia de golpe cuando se acumula la evidencia de una forma clara, ya que siempre tenemos tendencia a proyectar cambios suaves tanto al alza como a la baja. El segundo, es que un país puede acumular desequilibrios durante un periodo largo de tiempo sin síntomas graves sobre la actividad y el empleo, y a partir de un determinado umbral, prácticamente sin preaviso, tener un aterrizaje abrupto ante la sorpresa de todo el mundo.Incluso al que avisa con antelación de los efectos futuros de los desequilibrios le pueden tachar de cenizo, catastrofista o profeta de desgracias.
Y la verdad es que la economía española ha generado bastantes desequilibrios durante los últimos años mientras se crecía a un ritmo elevado y con una generación de empleo importante. El más grave, desde mi punto de vista, ha sido la enorme acumulación de deuda de las familias y las empresas españolas. Sus síntomas, como ya hemos comentado en otras ocasiones, son nuestra gran necesidad de financiación respecto al resto del mundo -del 10% del PIB- generada por el déficit de la cuenta corriente de la balanza de pagos, y nuestra deuda externa neta de cerca del 70% del producto.
Esta situación hace que España tenga que apelar a los mercados de capitales internacionales para mantener su nivel de consumo y de inversión tanto en construcción como en equipo, y renovar el stock anual de deuda existente por una cuantía entre el 15% y el 20% de nuestro PIB. Evidentemente, una necesidad de financiación de tal magnitud es difícilmente sostenible en un entorno como el que estamos viviendo desde agosto, en el que los mercados de crédito están prácticamente cerrados. Y es dicha crisis internacional la que de alguna forma ha precipitado que este desequilibrio empiece a producir efectos reales. La cadena de transmisión es el sistema bancario español, que al no poder financiarse en los mercados internacionales tiene que restringir el crédito a las familias y empresas españolas. La menor disponibilidad de crédito lógicamente tiene un impacto sobre el consumo, la construcción y la inversión en equipo, lo que acaba afectando al crecimiento con enorme rapidez.
Dicha acumulación de deuda ha coincidido, como suele ser habitual, con una sobrevaloración de los activos inmobiliarios y un exceso de oferta en el sector de la vivienda. La caída drástica del número de transacciones ha inducido un ajuste brusco de la construcción residencial, y un descenso en los precios que, vía un efecto riqueza inverso, ha empezado a tener un impacto depresivo sobre el consumo. Esta situación refuerza y agrava los efectos de la restricción de crédito sobre la actividad. Por último, el marco anterior se ve completado con la pérdida de competitividad provocada por la inflación diferencial, que se refleja en la caída de la cuota de mercado de nuestras exportaciones en el mundo y en el peso creciente de los productos y servicios extranjeros en la demanda final. Ello impide compensar sustancialmente la desaceleración muy visible de la demanda doméstica, en un marco internacional de menor crecimiento generalizado.
Por tanto, nos enfrentamos a un entorno complejo con tres desequilibrios -deuda privada, pérdida de competitividad y valoración excesiva del precio de los activos inmobiliarios- que no va a resultar fácil de manejar, sobre todo en un contexto de restricción internacional del crédito y sin poder apelar a la depreciación del tipo de cambio nominal de nuestra moneda.
Nos queda, a partir del diagnóstico correcto de la situación, saber utilizar con inteligencia la política tributaria y poner en marcha reformas que flexibilicen nuestra economía y permitan que la corrección de los desequilibrios se realice con el menor coste posible. Y en este sentido, debemos tener además enorme confianza en la capacidad de reacción de la economía española, ya que contamos con precedentes como las crisis de finales de los 90 y la del año 2002, cuando fuimos capaces de hacerles frente y de seguir creciendo a ritmos importantes y sin costes en términos de empleo para la sociedad española.
Luis de Guindos
Licenciado en Ciencias Económicas y Empresariales por CUNEF. Premio extraordinario fin de carrera de la Universidad Complutense de Madrid. Técnico comercial y Economista del Estado. Entre 1996 y 2004 ha sido Director General de política económica y defensa de la competencia, Secretario General de Política Económica y Secretario de Estado de Economía. En el sector privado, fue socio y consejero de AB Asesores entre 1989 y 1996. Miembro del consejo asesor para Europa de Lehman Brothers desde 2004 hasta 2006. Actualmente es Presidente Ejecutivo para España y Portugal en Lehman Brothers y profesor del Instituto de Empresa.
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